De niños, nuestros padres muchas veces nos recompensaban con golosinas, si nos portábamos bien. O, si llorábamos o nos sentíamos mal, nos compraban un helado, o un chocolate. Es muy común que los padres den algo de comer a sus hijos para tranquilizarlos, alegrarlos, o premiarlos.

Sin saberlo ni desearlo, estos padres están utilizando la «terapia del refrigerador», que consiste en enfrentar un estado emocional con comida.

Muchos de estos niños, cuando crecen y se convierten en adultos, continúan practicando esta terapia para gratificarse, levantar el ánimo, o calmarse ante una situación de estrés. Cuando llegan cansados del trabajo, tuvieron un «mal día», o se sienten deprimidos o ansiosos por algo, lo primero que hacen es abrir el refrigerador y buscar algo para comer.

Ante un estado emocional negativo o inestable, muchas personas encuentran alivio -o distracción- en la comida. Por ejemplo, alguien se siente aburrido y -de repente- recuerda que tiene un pote de helado en el refrigerador. Comienza a pensar en ese helado, con lo cual atenúa la sensación de aburrimiento. Luego, toma el helado y lo come y así combate el aburrimiento. Tanto comer como pensar en comer, suele ser usado como un mecanismo de defensa ante una emoción intensa, indeseable, o incómoda.

Cuando alguien come como respuesta a una emoción y no a una sensación real de hambre, está confundiendo el apetito físico con el apetito emocional. A pesar de parecer similares, existen muchas diferencias entre ambos. Mientras el apetito físico es gradual (progresivamente se siente que es hora de comer) el emocional es repentino (sobreviene un «ataque de hambre» de un minuto a otro). A su vez, el apetito físico está abierto a diferentes alimentos . En cambio, el apetito emocional apunta a una comida específica y no se sacía con ninguna otra: por ejemplo, se siente «hambre de torta». Otra diferencia importante es que el apetito físico es paciente (admite una espera), mientras que el emocional es urgente (impulsa a correr a buscar eso que se desea comer).

Por último, quien siente hambre a nivel del estómago, se detiene cuando está satisfecho, pero cuando el apetito se experimenta a nivel mental, la persona no se detiene hasta que no se acaba la comida e -incluso- suele buscar más. Comer sin tener hambre puede parecernos irracional, pero es un hábito muy común y -a corto plazo- efectivo: la comida provee alivio y gratificación inmediatos. Algunos estudios también indican que los alimentos dulces y grasos tienen efectos sedativos, por lo que ayudarían a calmar la ansiedad.

Pero la comida ofrece un remedio temporario. Si una persona come para sentirse menos deprimida, sola, ansiosa o aburrida, compensará temporalmente estas emociones, pero luego de comer es posible que experimente otras tan indeseables como las originales, como la culpa, la vergüenza, o una baja autoestima.

A estas consecuencias emocionales, se suman consecuencias físicas. Comer cuando el cuerpo no necesita más energía, hace que las calorías adicionales se acumulen como grasas y la persona aumente de peso y ponga en riesgo su salud. Los nutricionistas calculan que un 75% de los pacientes con sobrepeso, han llegado a esa situación debido a problemas emocionales.

   La «terapia del refrigerador» es una de las principales responsables de la deserción frente a las dietas y de las dificultades que experimentan muchas personas para adelgazar.

No siempre cuesta dejar de comer por falta de disciplina, de voluntad, o de motivación. Muchas veces, el problema se debe a una falta de conciencia a la hora de comer: alguien cree estar comiendo por hambre, cuando -en realidad- come porque está enojado, aburrido, preocupado, cansado, o deprimido.

Para evitar recurrir a la «terapia del refrigerador», una persona necesita hacer dos cosas: identificar cuándo está ante un apetito físico y cuándo ante uno emocional y desarrollar hábitos que le ayuden a combatir el segundo, como los siguientes:

– Identificar patrones en alimentación: si se come apenas se llega del trabajo; cuando se mira televisión; los fines de semana; cuando se comparte una reunión con otras personas; cuando se está solo; etc…

– Planear alternativas y modificar rutinas: si una persona sabe que sentarse frente al televisor significa hacerlo con un paquete de golosinas, puede probar salir a caminar, tomar un baño, telefonear a un amigo, leer un libro… cualquier actividad que le aleje de la comida.

– Tener un «refrigerador saludable»: llenar el refrigerador de alimentos sanos -en lugar de comidas altas en grasas, azúcares, o calorías- es una forma de controlar el apetito emocional, ya que se reducirá la tentación. También se recomienda armar porciones pequeñas de alimentos, para disminuir las ingestas.

– Comer a conciencia: cuando se come, es mejor no estar haciendo otra cosa. Sentarse a la mesa tranquilamente, concentrarse en aquello que se está comiendo y levantarse cuando se está satisfecho. Si se continúa con hambre luego de comer, conviene esperar unos minutos antes de repetir. De esta forma, se podrá identificar si se trata de apetito real, o emocional.

– Pedir ayuda profesional: en caso de advertir -o sentir cercana- la posibilidad de desarrollar un desorden alimenticio como consecuencia de practicar continuamente la «terapia del refrigerador», conviene consultar con un nutricionista, o un psicólogo.

Existe un componente emocional en la alimentación, que no se puede -ni se debe- eludir. Las personas celebramos con comida y ocasionalmente comemos para gratificarnos, o para sentirnos mejor… y no hay nada de malo en ello. La situación se vuelve problemática cuando no somos conscientes de estas acciones y cuando comer se convierte en la principal estrategia para regular nuestros estados emocionales.

Hay muchas maneras de lidiar efectivamente con nuestras emociones. Sin dudas, la «terapia del refrigerador» no es una de ellas!

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